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martes, 5 de diciembre de 2017

¿Domaremos al Hombre Lobo?

Durante la jornada de ayer se dio a conocer la reacción en redes sociales cuando se difundió la información acerca de una página de un centro médico que anunciaba los servicios del psiquiatra José Diego Yllanes Vizcay, condenado a doce años y medio de prisión por la violación y asesinato -lo leyó usted bien, sólo 12 años, comparado con lo que se pide en contra de los jóvenes de Altsasu- de la joven enfermera Nagore Laffage.

Esto después de varios días de seguimiento al manejo irresponsable que se ha hecho en el caso del juicio a los cinco integrantes del grupo delictivo conocido como La Manada que fue desde admitir como prueba el seguimiento por parte de detectives privados a la víctima como la amenaza de acción judicial en contra de quienes se atrevieran a publicar los rostros de los indiciados.

Pues bien, para dar contexto al asunto, les compartimos este demoledor artículo -en el que se plantea el tema del desarrollo de las nuevas masculinidades- publicado en The New York Times:


Stephen Marche

Después de varias semanas de destape de escándalos de abuso, los hombres se han vuelto, literalmente, inverosímiles. Lo que cualquier hombre pueda decir sobre la política de género y cómo trata a las mujeres son fenómenos separados y no tienen relación entre sí. Sean liberales o conservadoras, feministas o misóginas, lúcidas o incultas, actuales o anácronicas, estén en Fox News o en The New Republic, las opiniones expresadas por un hombre no se relacionan de ningún modo con su comportamiento.

En términos generales, la serie de revelaciones que van desde el actor Bill Cosby y el exejecutivo de medios Roger Ailes hasta el productor de cine Harvey Weinstein, el comediante Louis C.K., el senador y comediante Al Franken y, más recientemente, el conductor Charlie Rose y John Lasseter, de Pixar, han obligado a los hombres a confrontar aquello en lo que más odian pensar: la naturaleza de los hombres en general.

En esta ocasión, las acusaciones no son contra algún maestro de geografía perturbado ni un muchacho de una fraternidad al que no han refrenado en una universidad de algún pueblo del sur. Son acusaciones contra hombres de muy distintos tipos, con distintas sensibilidades, y lo único que los une es lo grotesco de su sexualidad.

Los hombres llegan a este momento de ajuste de cuentas extremadamente desprevenidos. La mayoría de ellos se muestran estupefactos ante la realidad de la experiencia vivida por las mujeres. Casi a ninguno le interesa o está dispuesto a tratar de resolver el problema de fondo en todo esto: la usualmente fea y peligrosa naturaleza de la libido masculina.

Durante la mayor parte de la historia hemos dado por sentada la brutalidad implícita de la sexualidad masculina. En 1976, la feminista radical y enemiga de la pornografía Andrea Dworkin dijo que el único sexo entre un hombre y una mujer que podría llevarse a cabo sin violencia era el sexo con un pene flácido: “Pienso que los hombres tendrán que renunciar a sus preciosas erecciones”, escribió. Es una creencia ampliamente difundida que en el siglo III d. C., el gran teólogo católico Origen, quien analizó más o menos el mismo principio, se castró a sí mismo.

El temor a la libido masculina ha sido tema de mitos y cuentos de hadas desde el comienzo de la literatura: ¿de qué otra cosa sino de eso hablaban los cuentos de Caperucita Roja o el Castillo de Barbazul? Un vampiro es un hombre antiguo y poderoso con un hambre insaciable de carne fresca. Los hombres lobo son hombres que suelen perder el control de su naturaleza animal. ¿Entienden la idea? Evidentemente, hay una línea entre el deseo y su realización y algunos la cruzan y otros no. Sin embargo, todos los hombres tienen una línea que podrían cruzar. Y no será sino hasta que enfrentemos esta realidad en conjunto que el debate público posWeinstein —hacia dónde van ahora los hombres y las mujeres— dejará de darse desde un lugar de silencio y deshonestidad.

La libido masculina, así como las fuerzas y patologías que la acompañan, impulsa la cultura y la economía, mientras permanece más o menos sin analizar tanto en los círculos intelectuales como en la vida privada. Vivo en Toronto, una ciudad liberal en un país liberal, con Justin Trudeau como primer ministro, un gabinete cuya mitad está integrada por mujeres y una política exterior explícitamente feminista.

Aún así, los hombres que conozco no debaten abiertamente las cambiantes normas sexuales. Chismeamos y suponemos: ¿quién es un criminal y quién no lo es? ¿Cuál de estos asquerosos que sabemos que andan por ahí caerá esta semana? Más allá de los rumores, hay una neblina del pasado que es mejor no despejar. Además del tipo de actos criminales evidentes que siempre se ha sabido que están mal, las normas sociales cambiantes y la imprecisión de la memoria son pasillos oscuros de recorrer. Hay que tener cuidado al atravesarlos; quizá no nos guste lo que encontremos.

Es mucho más fácil hacerse a un lado. También en lo profesional he visto hasta qué punto los hombres no quieren hablar de su propia naturaleza de género. En la primavera publiqué una perspectiva masculina de cómo fluctúan el género y el poder en las economías avanzadas; reporteros de todo el mundo me entrevistaron unas setenta veces, pero solo tres de ellos eran hombres.

Los hombres sencillamente no están interesados; no saben por dónde empezar. Estoy trabajando en un podcast sobre paternidad moderna, que aborda cuestiones como la pornografía y el tener sexo después del nacimiento del bebé. Con mucha frecuencia, cuando entrevisto a hombres, es la primera vez que han hablado de cuestiones íntimas de una manera seria con otro hombre.

La existencia sexual sana requiere una educación continua; en el caso de los hombres sucede lo opuesto. Existe la educación sexual para los niños, pero una vez que uno sale de la escuela, regresan las exigencias tradicionales de la masculinidad: no te muestres vulnerable y resuelve tus problemas. Los hombres lidian con su naturaleza solos y aparte. La ignorancia y la infravaloración son la norma.

Así es como llegamos a al lugar donde estamos hoy: teniendo una conversación pública sobre la mala conducta masculina en materia sexual sin discutir también la naturaleza de los hombres y el sexo. Los (muy pocos) hombres prominentes que están hablando al respecto ahora insisten en que los hombres necesitan ser mejores feministas, como si las últimas semanas no hubiesen demostrado suficientemente que la ideología de los hombres es irrelevante.

El liberalismo ha tendido a confrontar los problemas de género desde un punto de vista tecnócrata: mejorar los sistemas, mejorar las leyes y mejorar la salud. Esta estrategia ha tenido como resultado muchos triunfos. Pero sigue sin haber una cura al deseo humano (“Esto no se trata realmente sobre el sexo, es sobre el poder”, leí en The Guardian el otro día. ¿Qué tan ingenuo hay que ser para no entender que el sexo tiene que ver con el poder y con el placer en la misma medida?).

Reconocer la brutalidad de la libido masculina no es, claro está, una especie de excusa. Sigmund Freud lo definió como “un caos, un caldero lleno de excitaciones en ebullición”. No obstante, el argumento de Freud no era que los niños van a ser niños. Más bien todo lo contrario: la idea del complejo de Edipo contenía una argumentación implícita a favor de la necesidad de una represión agotadora: si dejas a los niños ser niños, matarán a sus padres y se acostarán con sus madres.

Freud también entendió que la represión, de cualquier tipo, es inherentemente fluida y complicada, y que se necesitan humildad y autoanálisis para sobrellevarla. Las mujeres claman para que se reconozca su dolor y muchos hombres sí están muy dispuestos a ofrecer ese reconocimiento. Pero eso quiere decir que no están teniendo que hablar de quiénes son y, por ello, tampoco teniendo que pensar en lo que son. Es mucho más sencillo retirarse a un silencio lascivo o atónito o hacerlo al tipo de reflexión que parece menos destinada a la honestidad y más a agradar a otros.

El sexo es un impedimento para cualquier idealismo, razón por la cual la era posWeinstein será una era de pesimismo de género. ¿Qué sucede si no hay una posible reconciliación entre los ideales relucientemente limpios de la igualdad de género y los mecanismos del deseo humano? Mientras tanto, la moralidad sexual, a la que tanto se han resistido los liberales, ha regresado con fuerza, aunque bajo términos progresistas. La sensación de ser alguien, que en las redes sociales se reparte en dosis de dopamina cada vez menores, impulsa el debate, pero también lo limita. Incapaces de encontrar justicia, o siquiera imaginarla, estamos regresando a la vergüenza como nuestra forma sexual primaria de control sexual.

La crisis a la que nos aproximamos es fundamental: ¿cómo puede haber una sexualidad sana en condiciones en las que los hombres y las mujeres no están en un plano de igualdad? ¿Cómo se supone que crearemos un mundo igualitario cuando los mecanismos masculinos de deseo son inherentemente brutales? No podemos responder estas preguntas salvo que las enfrentemos.

Hace poco leí que estábamos viviendo en una cultura como la de Tucker Max. Este icono de la cultura del “amigo macho” fue autor de epopeyas libidinosas como Espero que sirvan cerveza en el infierno, que vendió millones de copias celebrando la crueldad y una absoluta falta de preocupación por la humanidad de las mujeres. Sin embargo, al final Max se dio cuenta de que su misoginia trivial e irreflexiva lo estaba destruyendo, al igual que a todos aquellos a los que amaba. Tomó un curso de análisis freudiano clásico bastante completo en un intento por convertirse en un hombre decente. Solo puedo desear que estuviéramos viviendo en una cultura como la de Tucker Max; es una que necesitamos desesperadamente.

No pido que haya grupos para generar conciencia entre los hombres; vamos a comenzar con la comprensión básica de que la masculinidad es un tema sobre el que merece la pena reflexionar. Eso nada más ya sería un inmenso avance. Si quieres ser un hombre civilizado, tienes que considerar lo que eres. Fingir que eres alguien más, una ficción que preferirías ser, no ayuda. No es moralidad, sino cultura —aceptar nuestra monstruosidad, ajustar cuentas con ella— lo que puede salvarnos. Si es que algo puede hacerlo.






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