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sábado, 10 de febrero de 2018

Entender el Exilio Vasco

Con respecto al asunto de la memoria, las víctimas y los exilios... materias pendientes en cualquier proceso de paz, reconciliación y convivencia... les compartimos este reportaje de Deia con información que quisieran no existiera ni los españolazos ni uno que otro vasquito atolondrado:

Pero... ¿existió alguna vez un exilio vasco?

La Guerra Civil y el franquismo forzaron un exilio que, en el caso vasco, fue muy diverso en ideología e identidad nacional

Óscar Álvarez Gila
La cuestión que encabeza este artículo no es retórica. O quizá sí lo sea. En todo caso es una pregunta que se nos ha planteado en muchas ocasiones a los que, de un modo más o menos frecuente, nos hemos acercado al conocimiento de ese interesantísimo, y a la vez esperanzador y triste momento de nuestro pasado más reciente que, a pesar de los años transcurridos, aún sigue gravitando en la memoria de la población vasca actual: la Guerra Civil.

Entre 1936 y 1939, un grupo de militares sublevado, apoyado por sectores de la derecha tradicionalista y diversos movimientos de corte totalitario, aliados con los estados que eran los máximos exponentes del fascismo europeo, acabaría derrotando en una sangrienta guerra al gobierno legítimo de la II República emanado de las urnas. En Euskadi, la Guerra Civil, aparte de provocar una dolorosa división interna entre los vascos, trajo también consigo la puesta en marcha de la tan ansiada autonomía y el nacimiento del primer Gobierno vasco, que intentó organizar la resistencia frente a la maquinaria bélica franquista entre 1936 y 1937. Tras varios meses de infructuosa defensa, la caída a fines de junio de 1937 de Bilbao y los últimos resquicios de territorio vizcaino en manos de los facciosos traería consigo, entre otras muchas dolorosas vías de represión que tendrían que sufrir los vascos leales, una específica: la obligación de abandonar forzosamente su patria para marchar hacia un exilio tan incierto como indeseado.

Las motivaciones, caracterización, ritmo y volumen del exilio fueron cambiantes a lo largo de la guerra. Desde este punto de vista, quizá tendríamos que hablar más de la existencia de exilios en plural, antes que de un exilio homogéneo y uniforme. Por su localización, la Euskal Herria peninsular presentaba unas características particulares en el contexto de los diversos territorios que se mantuvieron leales a la legalidad republicana. En los primeros compases de la guerra, la proximidad de la frontera hizo que se produjera un notable movimiento de personas desplazadas que huían de la propia guerra en busca de seguridad física, más que de protección ideológica. El avance de las tropas sublevadas por Gipuzkoa llevó a que esta corriente de refugiados tomara dos direcciones: algunos pudieron cruzar la frontera hacia Iparralde, otros, en cambio, se vieron obligados a buscar protección en Bizkaia, donde el recién creado Gobierno vasco pronto establecería un sistema de auxilio a los desplazados.

Éxodo por mar

Pero ya en la primavera de 1937, la ofensiva contra Bilbao y el repliegue de las fuerzas leales del ejército, las milicias republicanas y los batallones del Euzko Gudarostea hacia Cantabria llevó a un nuevo éxodo, esta vez por mar, hacia Francia. Desde allí, las autoridades francesas obligarían a muchos a una repatriación forzada hacia Catalunya. Y ya en 1939, el fin de la Guerra Civil volvería a poner a muchos en el camino de Francia;y pocos meses más tarde, el inicio de la Segunda Guerra Mundial añadiría para muchos un nuevo capítulo de aquello que parecía un exilio sin fin, buscando la protección en el continente americano.

Por sus características, aún siguen siendo imprecisas las cifras que alcanzó el exilio de los vascos, entre las cifras elevadísimas que en su momento ofrecieron políticos vinculados del Gobierno vasco (los 160.000 exiliados de los que hablaba Ramón María Aldasoro, delegado del gobierno en Buenos Aires, en 1938) hasta cifras más modestas pero no por ello menos sangrantes, como los 80.000 exiliados que propone Koldo San Sebastián, o los 50.000 que reconoce Jesús Alonso Carballés. En todo caso, una sangría de muy grandes proporciones para un país tan pequeño.

La Historia no es el pasado, sino una ciencia que se encarga del análisis del pasado. Y para ello, lo hace usando una herramienta: el lenguaje. Los historiadores hacen, por así decirlo, como decía aquella canción de Bob Dylan que recordaba que el hombre puso nombres a todos los animales: es decir, estudian el pasado mediante la elaboración de definiciones que sirvan para clasificarlo y comprenderlo. Y por mucho que se esfuercen, las etiquetas que usan los historiadores para ello nunca son neutras, sino que están ligadas a la propia experiencia vital del historiador, a sus ideas, sus intereses y su propia visión del mundo.

El pasado es uno, la Historia es una ciencia, pero los relatos que hacen los historiadores pueden ser múltiples, siempre que se hagan desde el respeto a los principios del trabajo científico. Esto no es una debilidad, sino una característica propia de la historia, por lo que debemos entenderla desde un punto de vista positivo, ya que es desde el debate entre los diferentes relatos históricos donde se afianza el verdadero avance de la historia como memoria compartida.

El exilio vasco ha sido, de este modo, uno de esos campos donde han chocado diferentes interpretaciones de la historia. Así, por un lado, se sitúan aquellos que niegan su misma existencia. No me malinterpreten: no me refiero a los negacionistas -que haberlos, haylos- que consideran que la guerra no fue sino un divertimento y niegan incluso la existencia de la represión, los asesinatos y las fosas comunes. Hablo de aquellos que, reconociendo la realidad del exilio y estudiándolo a fondo, son renuentes a aceptar la existencia de un exilio vasco, diferenciado en sus particularidades de forma cualitativa del exilio general de los republicanos españoles. Son quienes arguyen la unidad de las fuerzas leales a la República incluso en su marcha forzada más allá de las fronteras, y que a lo sumo solo aceptan hablar de una participación vasca en lo que consideran el único objeto de estudio posible, el exilio republicano español.

Por el otro lado, están los que defienden (defendemos) que el exilio vasco ha de ser considerado como una categoría de análisis propia y definida, claramente relacionada con -pero nunca confundida- el exilio republicano en su conjunto.

‘Sociedad distinta’

Lo que se esconde detrás de este debate no es sino un reflejo de las particularidades que el caso vasco presentó dentro del conjunto de la evolución política estatal durante la época de la República y, más visiblemente, a lo largo de la Guerra Civil e incluso tras su finalización. Muchos años antes de que Canadá usara el término sociedad distinta para reconocer el carácter nacional de Quebec, el lenguaje político de la República española había acuñado un término similar, aunque no desde el respeto institucional sino desde la crítica ideológica: el Gibraltar vaticanista del que hablara Indalecio Prieto para referirse al primer proyecto de estatuto vasco (el Estatuto de Estella) venía a reflejar, en cierto modo, la realidad de una diferente estructuración y práctica política en Euskadi. El estallido de la guerra hizo aún más visibles estas diferencias. Por un lado, en Euskadi, a diferencia de España, no se estableció una ruptura entre los dos bloques, de izquierdas y derechas, en los bandos opuestos, defendiendo y atacando a la República, respectivamente.

El partido mayoritario en Euskadi, el PNV, no ocultaba su ideología moderada y su filiación católica, moldeados por una generación de políticos que había desarrollado, a lo largo de los años de la República, lo que podríamos considerar como un antecedente directo de lo que tras la guerra mundial se conocería como democracia cristiana. Para la sorpresa de muchos valedores de los sublevados, en la desorientación de los momentos iniciales del alzamiento militar pesó mucho en el nacionalismo vasco el decidido apoyo a las reivindicaciones de autogobierno por parte de las instituciones republicanas, antes que las llamadas a la unidad de los católicos lanzadas por la jerarquía de la Iglesia, en España y en el Vaticano. De este modo, la vinculación del PNV con el bando republicano, y por lo tanto, el involucramiento de un amplio sector de la feligresía y del clero vasco en contra del bando alzado, contribuyó a desvirtuar la imagen de Cruzada que habían querido imprimir a la guerra los valedores políticos, militares y religiosos del bando franquista.

No olvidemos que fue el territorio bajo el control del Gobierno vasco el único lugar de dominio republicano en el que la Iglesia católica mantuvo sus actividades en un ambiente normalizado, sin cortapisas ni persecuciones. Fue aquí donde se organizó el único cuerpo de capellanes militares con los que contaron los efectivos del bando republicano. El propio exilio vasco, encarnado en la legalidad de su gobierno y lehendakari, intento desde el principio centrar su discurso, como recoge Ander Delgado, en “demostrar que la dicotomía izquierdas revolucionarias que defienden la república frente a derechas católicas de orden enfrentadas a ella no podía ser aplicada en el País Vasco”.

Estas diferencias trascenderían al terreno del exilio, una vez que se consumaría la caída del frente vasco y, más tarde, la victoria franquista en la guerra.

Diversidad ideológica

El exilio vasco, en primer lugar, presentaría de este modo una mayor diversidad ideológica en su composición. Más aún, llegó a existir incluso un exilio religioso, como un capítulo más de la represión que sufrieron amplios sectores de la clerecía vasca por parte, en una inmensa paradoja, de un Estado que se definía a sí mismo como católico y defensor de la religión. Además de los religiosos asesinados, encarcelados o extrañados a regiones alejadas, no menos de 500 sacerdotes tuvieron que ser enviados por sus superiores fuera de territorio estatal, en muchos casos reconociendo que lo hacían por prudencia, debido a las sospechas que el régimen franquista tenía sobre su lealtad ideológica. Conocidos son casos, por ejemplo, como el de Félix Markiegi: huido a Argentina, el obispo de Bahía Blanca lo tuvo en cuarentena enviándolo a una remota población de su diócesis, temiendo que como buen rojo-separatista fuera un mal ejemplo para sus sacerdotes. Además, como recuerdan Coro Rubio y Santiago de Pablo, “otra de las características del exilio vasco fue que mantuvo a lo largo de todo el franquismo una continuidad orgánica muy superior a la de otras instituciones del exilio republicano”. La supervivencia del Gobierno vasco en el exilio fue, de hecho, el modo de establecer un puente de legitimidad entre la primera experiencia autonómica y su recuperación tras la muerte de Franco.

¿Existió, por lo tanto, un exilio vasco? Sin negar la base común que compartían todos los exiliados -su oposición al régimen franquista y su derrota en la guerra-, es preciso reconocer que incluso los propios protagonistas de aquella situación eran conscientes, no solo de los elementos que los unían, sino también de los que los diferenciaban. Incluso entre los propios vascos, las lealtades ideológicas y las afinidades de origen se entrecruzaban en ocasiones, basculando entre los diversos polos de un exilio plurinacional y policéntrico. Es tiempo que en la recuperación de la memoria en la que estamos ahora inmersos, hagamos reconocer la diversidad del exilio como el reflejo de la diversidad ideológica y nacional del Estado del que procedía.






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